domingo, 10 de agosto de 2014

EL SECRETO DE LOS PERROS - VERSION PROPIA DE "LAS LAGAÑAS DEL PERRO"

Desde hacía una semana los perros de la cuadra ladraban incesantemente por las noches. No lo dejaban dormir, no lo dejaban pensar. Había quedado solo en la casa por al menos un mes, hasta que su padre y su nueva esposa volvieran de su luna de miel. Deambulaba ojeroso durante el día sin saber muy bien que hacía: lo movía la rutina.
Una tía abuela medio mística (la última que le quedaba) le dijo por esos días: "Los perros ladran tanto porque ven cosas que nosotros no podemos conocer. Algo anda rondando, por eso los perros no tienen paz.". Parecía una idea rara pero extrañamente razonable. Aceptarla implicaba darle el visto bueno a un sin fin de cosas en las que nunca había creído; por otro lado, un animal tan noble y con sentidos tan aguzados (quizás incluso con sentidos desconocidos para los humanos) tranquilamente podía estar percibiendo en esos momentos un mundo de sombras que nosotros jamás alcanzaríamos.
Se encaprichó con el secreto de los perros.
Haciendo una rápida investigación se topó con la leyenda de las lagañas del perro, aquella que cuenta que, si una persona se coloca sobre los ojos (durante una semana) lagañas de perro, a la medianoche de la séptima jornada será capaz de ver todo aquello que escapa a nuestras miradas mundanas.
Tomó coraje; una mañana, arrancando las vacaciones de invierno, se despertó temprano, sigilosamente se acercó a su perro que dormía y le limpió las dichosas lagañas. Se resistió durante unos segundos a colocarse esa sustancia cremosa y desagradable pero por fin, con una mueca de asco, se restrego con ella los ojos.
Ardió, pero resistió el impulso de lavarse.
Habiendo transcurrido un día completo, se asomó a la ventana para comprobar si había tenido éxito, pero no veía más que el panorama desolador de siempre. Siete días entonces, no uno. Tuvo la precaución de tomar los antibióticos que encontró en el botiquín, pensando que lo ayudarían a mantener sus ojos en condiciones. Por las mañanas se colocaba lagañas frescas. Pasaba las noches en vela, incómodo, dolorido, expectante y un poco asustado. ¿Qué vería, si el ritual funcionaba? ¿Qué pasaría si no? Las veces que no aguantaba más y dormitaba, se despertaba sobresaltado, sintiéndose observado.
Finalmente llegó el momento de la verdad. Para entonces tenía los ojos hinchados, pegoteados y supurantes.
Las lagañas le habían provocado una infección terrible, y no podía abrirlos, pero él contaba los segundos para asomarse a la ventana y contemplar los temibles secretos que guardaba la noche. La alarma que había preparado un par de días antes (cuando todavía podía abrir apenas uno de sus ojos) resonó en el silencio del cuarto. Rocko, las mascota, ladraba en el garage. Afuera los perros iniciaron el estruendo. Entre ladridos y aullidos lastimeros, él se arrodilló en la cama, se estiró para colocarse en buena posición frente a la ventana, y con las dos manos despegó a la fuerza sus párpados. No veía nada. Espero, con creciente angustia, acostumbrarse a la oscuridad, al ambiente, al dolor, a los perros. Pero todo estaba negro. Buscó desesperado su celular, apretó el botón de llamada. Lo atendió su tía abuela. Le pidió llorando que hiciera algo, que lo ayudara. La mujer se movió, hizo lo que correspondía, y llegaron a socorrerlo con rapidez, pero ya era tarde. Lo hallaron sin conocimiento, acurrucado en un rincón de su habitación. Sus ojos estaban más allá de toda posibilidad de recuperación, pero para el caso cualquier chance hubiera sido en vano. La infección se había extendido hasta su cerebro. Los días que permaneció en coma antes de morir de un paro cardiorrespiratorio los sufrió escapando, en su estragada inconciencia,de las imágenes más espantosas que una mente humana puede provocar, y que solo mantienen alejadas de nosotros esos perros bulliciosos, los únicos que pueden hacerle frente, en manada, a lo más oscuro de la noche.

Hernán

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